Expresar las emociones

Las emociones están siempre presentes en nuestras vidas, aunque no siempre les prestamos demasiada atención.

Tendemos a buscar la reproducción de aquellas experiencias que provocan emociones que nos aportan bienestar, como la alegría y el placer; mientras tratamos de evitar o eludir las experiencias que pueden dar lugar a emociones que nos producen malestar, como la tristeza y el miedo.

Sin embargo, existen situaciones que, ineludiblemente, van a generar en nosotros emociones desagradables. La experiencia de pérdida es un ejemplo de ello, ya que con ella afloran diferentes emociones y sentimientos de gran intensidad. Si no son atendidos, igualmente van a quedar allí, atrapados en nuestro interior, y nuestro organismo va a reaccionar con síntomas que actúan como señal de alarma para indicarnos que algo va mal.

Por lo tanto, quizá deberíamos cambiar nuestra actitud ante las emociones y prestarles la atención que merecen como primer paso para ponerles nombre, expresarlas y canalizarse de forma adecuada.

El recurso que utilizamos comúnmente es el de compartir lo que sentimos con alguna persona de nuestro entorno más próximo. Alguien de confianza, que nos escuche, respete, y comprenda.

Aunque disponemos también de otros recursos para la expresión de nuestras emociones. La escritura es uno de ellos, desde la descripción de lo que pensamos y sentimos, pasando por la elaboración de un diario, hasta la narración de historias, cuentos, poesías, etc. Todos ellos resultan un buen ejercicio para poner en orden pensamientos y emociones, nos ayuda a reflexionar sobre ellos y analizarlos.

Cuando nos resulta difícil expresar a través de la palabra, también disponemos de herramientas a través del arte y la creatividad para encontrar otras vías de expresión. Así, podemos componer un tema musical, dibujar, pintar… lo cual facilitará el fluir de nuestras emociones.

El perdón como instrumento terapéutico

“Si me hubiera ocupado más de él”, “si me hubiera dado cuenta de”, “si hubiera hecho esto o aquello”, “seguro que podrían haber hecho mucho más”, “cómo ha podido dejarnos así”, etc. son frases que nos atormentan muchas veces cuando sufrimos la pérdida de una persona muy querida. De alguna manera es normal que durante un tiempo nos vengan a la mente, pero es necesario sustituirlas por una actitud que nos libere de reproches y nos ayude a recordar de una forma serena y afectuosa.

Aprender a perdonarnos y a perdonar nos ayudará a vivir el presente de una forma sana, sin cavilaciones ni pensamientos negativos.

Perdonar significa “dar”, “dejar ir”. El resentimiento, por el contrario, significa “sentir una y otra vez”.

El resentimiento inmoviliza, no permite crecer porque nos mantiene anclados a situaciones o experiencias pasadas dolorosas. Con resentimiento seguimos apegados  al pasado, buscando una y otra vez el reconocimiento de haber sufrido un daño irreparable, y buscando tal vez quién debería asumir la responsabilidad. Esto sólo nos conduce a un círculo de sufrimiento.

En cambio, el perdón desvincula y, por lo tanto, nos permite avanzar, poner la mirada más allá, hacia el futuro. Perdonando y perdonándonos crecemos.

Pero cuantas veces, también,  deseamos perdonar y no podemos hacerlo. “me gustaría perdonar, pero no puedo”. Porque la capacidad de perdonar no se adquiere con la simple voluntad de hacerlo. El perdón es el resultado de un trabajo, de un esfuerzo, que quizá empieza con una actitud y una disponibilidad.  Sólo conseguimos perdonar cuando realmente se ha producido un cambio en nuestro mundo interno, cuando sentimos una transformación que nos permite “dejar ir”.

Muchas veces escuchamos o pronunciamos frases como “no puedo perdonar porque no puedo olvidar”, o incluso “olvídalo, pasa página”. Pero perdonar no es olvidar, sino recordar de otra manera, recordar con serenidad. Porque de alguna manera lo que intentamos olvidar, lo que negamos, lo que colocamos oculto bajo un montón de capas, acaba reapareciendo de nuevo, quizá incluso con más fuerza, en otro momento de nuestra vida. Puede incluso surgir con otra apariencia, disfrazado, aunque causándonos dolor, ya que no hemos conseguido elaborarlo.

Perdonar no modifica la experiencia vivida en el pasado, pero sí modifica el recuerdo de la experiencia vivida. Por eso el perdón es tan importante en el proceso de duelo, ya que surge de la aceptación de nuestras limitaciones y de la aceptación de nuestra propia realidad.

Imitando un modelo…

Hace unas semanas tuve la oportunidad de conversar con un grupo de maestros en relación a las situaciones de pérdida que sufren los alumnos. Situaciones que tienen siempre un gran impacto a nivel de la comunidad educativa. Fueron muchas las aportaciones y reflexiones, siendo una de ellas la importancia que adquiere el modelo que los niños reciben por parte de los padres. Y, siendo conscientes de ello, la necesidad de pensar y reflexionar sobre cómo entendemos la vida y la muerte los adultos, ya que nuestra actitud puede ser imitada por los más pequeños.

Si entendemos la educación por el proceso a través del cual se transmiten conocimientos, valores, costumbres y actitudes, es evidente que la familia ocupa un papel relevante. La escuela también, aunque parece que eso ya se da por supuesto, tanto que a veces le delegamos gran parte de nuestra responsabilidad.

No educamos sólo a través del lenguaje verbal, sino también a través de nuestra manera de actuar, de nuestra manera de sentir, incluso con nuestros gestos. Y también con todo aquello que no decimos, que ocultamos y transformamos en tabú. Educamos, de forma consciente o inconsciente, a cada momento.

A menudo, en un intento de ahorrarles sufrimiento, protegemos a nuestros hijos y evitamos tratar temas como pueden ser la enfermedad grave de un familiar cercano o abordar el tema de la muerte. Incluso llegamos a ocultar nuestros sentimientos.

Como consecuencia, lo que conseguimos es transmitir un modelo en el que no hay espacio para mostrar ni compartir las emociones negativas. Un modelo que ellos imitarán, ocultando cuáles son sus miedos, no expresando lo que sienten y dejando de mostrar su curiosidad.

La realidad es la que es, no podemos cambiarla y, por lo tanto,  han de aprender a vivir con esa realidad, sin disfrazarla, generando herramientas para adaptarse a ella y aprendiendo a gestionar sus emociones.

En definitiva, estamos transfiriendo una manera de entender la vida y la muerte y una manera de hacer frente a la adversidad. Ya que esto es así, sería bueno reflexionar sobre qué es para nosotros la vida, qué sentido tiene para, y tratar de transmitir de una forma más consciente y reflexionada esa forma de entender la vida con los valores y actitudes que creemos les ayudarán en su desarrollo.

Hay una frase, que creo, muy acertada, que leí en el libro de Biel Garriga “Rock and Dol”  que dice así “Antes de hablar de la muerte con un niño, es necesario hablar mucho con uno mismo”.

Educar para la muerte es educar para la vida

La familia es el lugar donde se establecen los primeros vínculos y el espacio donde se descubre la relación con el otro. Más tarde la escuela cumple la primera misión de socializar al niño y es el lugar donde los vínculos se multiplican.

Padres y maestros ejercen un papel fundamental en la educación de los niños, ya que son las figuras que realizan las funciones de acompañamiento, actúan como modelo y le ayudan a formarse como persona y a interpretar la realidad.

Desde su nacimiento, el niño experimenta vivencias de pérdida como lo son la separación del cuerpo de su madre al nacer, el destete, el inicio de la escolaridad, el abandono del cuerpo infantil y un largo etcétera. El éxito en la superación de estos duelos depende en gran medida del acompañamiento de las personas próximas con las que mantiene fuertes lazos, que le ayudan a asumir las dificultades y a hacerles frente.

Del mismo modo, tarde o temprano, el niño experimenta la muerte de un ser querido y es importante que la familia y la escuela puedan seguir acompañando y dando apoyo en una situación tan dolorosa.

La educación para la muerte puede contemplarse desde dos vertientes, una previa a la pérdida y, otra, posterior a la pérdida. La primera consiste en tener en cuenta que es una situación de la que nadie escapa, que forma parte de la vida y que por ello debe ser tratada directa o indirectamente. No se aborda en un momento puntual, sino de forma continua, desde la cotidianidad. La segunda, tiene lugar ante la previsión de pérdida cercana o cuando se produce la pérdida.

En el primer caso, la educación para la muerte, y también podemos añadir para el sufrimiento, la enfermedad o el fracaso, se basa en que es una circunstancia que forma parte de la vida. y parte de la idea de que la educación consiste, no sólo en adquirir unos aprendizajes, sino en formar a personas para la vida. Una pedagogía orientada a la aceptación de la muerte hace a la persona más consciente de la vida, fomenta valores como la responsabilidad, la solidaridad o la convivencia y ayuda a desarrollar recursos para hacer frente a las dificultades y al fracaso.

En el segundo caso, se hace énfasis en el acuerdo y la coordinación entre familia y escuela. Y pretende poner en marcha una serie de acciones planificadas que faciliten la comprensión y la elaboración del duelo.